NO MORIR EN TRES BATALLAS ES NACER TRES VECES
Psic. José Manuel Sánchez Durón
Definitivamente la vida es una experiencia de retos. Los seres humanos desarrollamos nuestras maneras particulares de hacer frente a las demandas de la vida, mismas que varían en un sentido o en otro. Algunas personas evaden los retos, pero otras los buscan, los procuran. Diferentes estudios han intentado identificar si determinados tipos de personalidad pueden explicar el hecho de que ciertas personas se expongan continuamente a grandes retos, aunque a la fecha los resultados no son concluyentes. Pongamos el caso de los deportes. Los deportes pueden clasificarse a lo largo de un continuo que va desde los deportes menos extenuantes hasta aquéllos en los que prácticamente el atleta “deja su vida en ello”. ¿Por qué un atleta decide voluntariamente entregarse a esta última clase de actividad? ¿Por qué un ser humano en su “sano juicio” elige pasar horas y horas de entrenamiento para participar en una prueba que le consuma toda su energía vital prácticamente hasta el límite? Esta clase de cuestiones no se resuelven fácilmente recurriendo solo a un concepto -que si bien es útil no resulta suficiente- como lo es el de la personalidad.
Ahora bien, independientemente de las razones por las que una persona se entregue a los deportes de altos retos, lo cierto es que resulta sumamente apasionante participar de ellos ya sea como atleta o tan solo como espectador. Un atleta que se aferra a conseguir su objetivo (una marca, una medalla) merece todo nuestro respeto por el solo hecho de haberse levantado por la mañana el día de la competencia diciéndose a sí mismo “hoy lo entregaré todo”.
Recuerdo un viejo dicho urbano que sugiere que lo que no nos mata nos hace más fuertes y pienso, por ejemplo, en el caso de un maratonista. En un maratón se realiza un gasto energético tal que un individuo no suficientemente preparado no lograría terminarlo sin verse afectado seriamente en su equilibrio metabólico. En la parte final de un maratón el cuerpo ha quemado una cantidad enorme de calorías y ha evaporado tantos líquidos que los músculos se encuentran al borde del calambre y los circuitos cerebrales parecen desfallecer. No me queda duda de que, si el dicho al que me he referido tiene alguna validez, todo maratonista termina su prueba siendo un espíritu mucho más fuerte por el solo hecho de no haber perecido en ella.
Pero, ¿por qué no lo hacemos más complicado? ¿por qué en lugar de exponer la integridad física una vez no mejor lo hacemos tres veces? Por muy insensatas que pudieran parecer estas ingenuas preguntas no deja de llamar la atención que una porción de la humanidad (adicta a los retos corporales) ha emprendido esta aventura. El triatlón constituye una de las pruebas más duras para un atleta, en el sentido de que es altamente exigente y arduo. En el triatlón se pone a prueba no solo la habilidad motora sino sobretodo la entereza de carácter para dar una brazada más, un pedaleo más o una zancada más, aun cuando brazos y piernas parecen decididos a detenerse obedeciendo a eso que algunos llaman “instinto de supervivencia”.
Pero el caso es que ni los brazos ni las piernas se detienen, y el atleta logra la hazaña de cruzar la meta que automáticamente lo coloca en el podio de la especie humana. Lo que viene después sobra, así se trate de una medalla, golpes de calor, sofocación o desmayo. Lo importante es el hecho de haberlo conseguido y de demostrarse que se es capaz de caminar por la línea que demarca los límites humanos y volver al mundo para platicarlo con el resto de los mortales. El comprobar que es posible sobrevivir a un reto de esta envergadura sin desfallecido equivale a tener la oportunidad de imponerse nuevos y más altos retos. Porque tocar los límites y no morir es como haber renacido no solamente más fuerte sino, sobretodo, más humano.
Por todo ello creo que si alguna duda queda de que lo que no nos mata nos hace más fuertes, el triatlón representa una magnífica oportunidad para corroborarlo.
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